La evidencia sobre los nefastos efectos en la
educación que tiene la selección de estudiantes a nivel escolar es amplia: la
selección potencia inequívocamente mayores niveles de homogeneidad
socioeconómica y académica en sus aulas (Carrasco et al, 2014); segmenta el
sistema escolar (Contreras et al, 2010) y restringe las posibilidades de
interacción e integración entre distintas realidades, lo que impide un pleno
desarrollo tanto en el ámbito cognitivo, como en el de valores democráticos de
generosidad, respeto e igualdad (Rao, 2013). Por si esto fuera poco, el nivel
de segregación socioeconómica en el sistema escolar, además de ser alto, ha
aumentado en el tiempo (Bellei, De los Ríos y Valenzuela, 2010; Bellei, 2013).
En pocas palabras, y superando esa noción básica de calidad atribuida meramente
al puntaje SIMCE, la selección es un atentado directo a la calidad de la
educación en tanto dificulta la formación integral de los miembros de la
sociedad.
Si el objetivo de la reforma educacional era
transformar la educación desde un bien de consumo a un derecho social, las
actuales condiciones del proyecto de Ley sobre el “fin a la selección” distan
todavía de lograrlo. Esto no sólo porque a los Liceos emblemáticos se les
permita mantener instrumentos de selección –que incluso también podrían utilizar
los “emblemáticos” particulares subvencionados según trascendió hace algunos
días- sino porque las condiciones de acceso a la educación que debiesen ser
aplicables a todos por igual, siguiendo la definición de derecho social de
Fernando Atria, no se aplicarán al segmento de colegios que casi por definición
utiliza los más restrictivos instrumentos de selección: los colegios
particulares pagados.
Y es que pese a que los colegios particulares pagados
representan solamente alrededor del 7% de la matrícula, su importancia es
fundamental pues en ella se educa la elite político-económica que en
buena medida decide los destinos del país (basta recordar el acuerdo tributario
en la “cocina” de Fontaine). De esta manera, la actual propuesta que pone fin a
la selección termina validando uno de los mecanismos que utilizan los sectores
acomodados de la sociedad para continuar reproduciendo su riqueza y poder al
seguir permitiendo que ellos eduquen a sus hijos e hijas en instituciones
concebidas para perpetuar su privilegiada realidad.
Lo anterior no es un argumento sobreideologizado de la
izquierda. Los datos empíricos avalan la tesis anteriormente expuesta.
James Robinson, profesor de Harvard y coautor del célebre libro “¿Por
qué fracasan las naciones?”, en una presentación que realizó en la Facultad
de Economía y Negocios de la Universidad de Chile el año pasado, presentó un
panorama desolador: el 86% del gabinete del entonces presidente Sebastián
Piñera había estudiado en colegios particulares y más de la mitad de ellos
provenía de los colegios Tabancura, Sagrados Corazones de Manquehue, Verbo
Divino o San Ignacio. En el ámbito empresarial, para ese mismo año, la
tendencia era prácticamente la misma. Pero todo podía ser peor aún. Si nos
íbamos más de 50 años atrás, al gobierno de Jorge Alessandri, el 81% de sus
ministros había estudiado en colegios particulares pagados, de los cuales la
mitad había estudiado en tres de los mismos colegios nombrados anteriormente
(el colegio Tabancura no existía). ¿Coincidencia? Más bien parece una
regularidad. Todo lo sentenció Robinson con una frase bien dura: “los colegios
de elite son instituciones informales que controlan el acceso y el ejercicio
del poder político”.
Sin duda hay mucha más evidencia. Un artículo de
agosto del año pasado señalaba que la mayor parte de los miembros del Comando
Presidencial de Michelle Bachelet también tenía a sus hijos en colegios
particulares pagados, que por cierto, eran bastante caros. Pero más allá de enumerar una larga lista de casos, esperamos
haber dejado claro la importancia que tiene considerar a la educación
particular pagada en la reforma educacional, sobre todo en relación al
ejercicio del poder que ejercen las élites de nuestro país.
Finalmente,
es importante acotar que en ningún caso se propone terminar con la existencia
de proyectos educativos de las más diversas índoles. Simplemente
planteamos que la no inclusión de los colegios particulares pagados no es una
mera casualidad, sino se debe a la importancia que ellos tienen para la
reproducción de la elite político-económica del país. Si se busca que la
educación sea un Derecho Social, se debe generar un sistema educacional
realmente inclusivo, en donde se respeten e interactúen todas las realidades
que coexisten en nuestro país; y lamentablemente este debate aún no se ha dado
con seriedad.
Simón Ballesteros, Felipe Gajardo y Rosa Riquelme
Miembros de Estudios Nueva Economía