En Chile la educación es entendida como un bien de
consumo. El paquete de políticas neoliberales implementadas durante los últimos
cuarenta años se ha esmerado en acomodar al mercado como aquel mecanismo que
define prácticamente todas las dimensiones de nuestras vidas. Ésta concepción
se introdujo a tal profundidad en nuestra cultura que no nos cuestionamos
siquiera si es correcto que sean las fuerzas de la oferta y la demanda las que
determinan cuánta educación se proveerá y quién la recibirá. Resulta lógico que
hasta hoy se haya mantenido el statu
quo, pues a quienes toman las decisiones, que resultan ser nuestra élite,
les acomoda este sistema, a pesar de que no beneficie a gran parte de la
población.
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Les acomoda por el simple hecho de que pueden
comprar sin problemas la mejor educación, mientras que el resto obtiene una
educación de dudosa calidad: la que alcance a pagar con sus pocos ingresos. En
la presente columna profundizaré sobre esta idea, apelando brevemente a
aspectos teóricos, empíricos y morales, para señalar lo negativo de concebir la
educación como un bien de consumo. Así mismo, se plantean los principales
argumentos a favor de entender la educación como derecho social.
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En primer lugar, dejar
la educación en manos del mercado significa que su asignación es un problema
privado. Esto significa que depende de la capacidad de pago de cada uno qué
tipo de educación se recibe Por lo tanto es natural que algunos puedan adquirir
una educación de buena calidad y otros solo una de mala calidad. Más aún, no
sería un problema público si algunos reciben un tipo de educación u otro,
puesto que esto es una decisión privada que protege el Estado.
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Técnicamente, el mercado se caracteriza por tener
agentes que actúan motivados por sus propios intereses. Bajo este esquema, no
existe algún deber de proveer educación o algún derecho de recibir educación
antes de llegar a un acuerdo entre las partes. Cada uno es “libre” de contratar
educación a las condiciones que desee (Atria, 2014). Por lo tanto, resulta
natural que se genere segregación escolar, pues sólo quienes poseen alto poder
adquisitivo podrán pagar el precio que el sostenedor de una escuela fijó por
proveer buena educación. Quienes no puedan pagar ese precio, podrán adquirir
alguna otra educación de peor calidad, pero que esté al alcance de su capacidad
de pago.
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Esto implica que quienes proceden de situaciones
socioeconómicas vulnerables no pueden, por definición, acceder a educación de
calidad. Si el sujeto no puede cumplir con los requisitos que fija el
proveedor, entonces no puede acceder a educación. Para aquellos casos, el
Estado les provee educación pública de manera gratuita. La educación que
entrega el Estado resulta ser de dudosa calidad –como comprueba la evidencia-,
y podría ser consecuencia de las mismas políticas neoliberales, pues relegaron
al Estado a tener sólo un carácter subsidiario y no productor.
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Sin embargo, no es sólo la teoría la que señala que
la educación de mercado genera efectos no deseados en la sociedad, sino que
también lo hace la evidencia empírica. Se ha verificado que, en promedio, los
colegios particulares pagados son quienes obtienen mejores resultados
académicos, mientras los municipales son quienes obtienen peores resultados y
que estudiantes de baja situación socioeconómica poseen una gran persistencia
en obtener bajos rendimientos en pruebas estandarizadas, mientras que aquellos
de buena situación poseen una importante persistencia en obtener buenas
calificaciones (Valenzuela, Allende y Bellei, 2013). A su vez, existe una mayor
asociación entre factores socioeconómicos y resultados en pruebas
estandarizadas en escuelas privadas que en escuelas públicas, verificando la
segregación en los resultados de aprendizaje (Mizala y Torche, 2012). Esta
diferencia repercute luego en el mercado laboral, donde quienes provienen de
colegios privados obtienen mayores retornos laborales que quienes provienen de
escuelas municipales (Contreras, Rodríguez y Urzúa, 2012).
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Se evidencia entonces que la asignación que hace el
mercado en la educación segrega a los estudiantes de acuerdo a su capacidad de
pago, repercutiendo en el aprendizaje de ellos y luego en los retornos que
obtengan al momento de trabajar. Esto
permite obtener 2 claras conclusiones: (1) nuestro sistema educacional no solo
reproduce, sino que genera desigualdad; y (2) la promesa de que la competencia
sería el mecanismo que permitiría mejorar la calidad en la educación
simplemente no se cumple.
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Además de las características institucionales del
mercado en la educación que perjudican a la sociedad desde una aproximación
cuantitativa, también es relevante plantear lo nocivo que resulta definir la
educación como mercancía desde una perspectiva moral. Esto pues la educación entrega
a cada uno las herramientas necesarias para que podamos desarrollar plenamente
nuestras capacidades. Por
tanto, es moralmente deseable que todos reciban por igual educación de calidad.
Sin embargo, lo anterior es por definición imposible en un mundo donde se
concibe la educación como un bien de consumo.
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Una alternativa opuesta a la anterior es la de
concebir a la educación como un derecho social. Esta busca asegurar que la
provisión sea recibida por todos. En efecto, su provisión es responsabilidad de
todos, cumpliéndose que: primero, el proveedor entregue educación por el
interés ciudadano, no bajo la idea de servir su propio interés; segundo, las
personas tienen derecho a su provisión y el proveedor el deber de proveer; y
tercero, el acceso a la educación ha de estar establecida en un protocolo
público aplicable a todos por igual (Atria, 2014). De este modo la educación,
la cual es una dimensión del bienestar de cada persona, pasa a ser
responsabilidad de todos.
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Con esta concepción no habría cabida para la
segregación, pues, como es de interés ciudadano, todo niño proveniente de una
situación socioeconómica vulnerable tendrá el mismo derecho que uno de
situación privilegiada de recibir la misma educación. Por esta misma razón
tampoco habría cabida a una educación de dudosa calidad, puesto que la
provisión de educación de distintas calidades ahora si sería un problema
público, por lo que el Estado debiese garantizar la minimización de esta
brecha, garantizando una educación de calidad para todos.
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El gobierno actualmente manifiesta que con sus
políticas de fin a la selección, al lucro y al copago avanzará en esta
transición. Sin embargo sus propuestas distan de materializar el cambio de
enfoque pues sólo apuntan a la educación que involucra financiamiento público.
En efecto, se deja de lado a la educación provista por el sector
particular privado, permitiendo así que subsista la lógica mercantil en la
educación, y por tanto también la segregación.
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El mercado no permite que todos recibamos una educación
de calidad, sino que segrega y sentencia a que la mayor parte de nuestra
sociedad reciba educación de dudosa y mala calidad. Lo anterior es razón
suficiente para dejar a un lado la concepción de educación como bien de
consumo, y comenzar a concebirla como un derecho social.
Felipe
Gajardo.
Miembro de ENE.
Referencias:
Atria (2014). “Sobre la Reforma Educacional en Actual Discusión”.
Contreras, Rodríguez y Urzúa (2012). “The origins of inequality in
Chile”.
Mizala y Torche (2010). “Bringing the schools back in: the
stratification of educational achievement in the Chilean voucher system”.
Valenzuela, Allende y Bellei (2013). The (ina)mobility of educational
performance among Chilean students. CIAE.