17 de abril de 2014

¿Salario mínimo? ¿Salario ético? ¿Ingreso ético familiar?

     Son tres cosas distintas pero que pretenden cubrir de cierta manera lo mismo. Partamos del principio: Definir un sueldo justo es una cosa dificilísima. Justo podría ser lo que vale el trabajo, lo que la persona se merece o lo que le corresponde. En este sentido, parece razonable que se le pague a alguien por su trabajo una suma equivalente al valor de su fuerza de trabajo, es decir, lo que puede ofrecer para “hacer la pega”.
    En palabras sencillas esto es lo que nos plantea Marx: que si cada producto vale lo que cuesta reproducirlo, entonces el valor de la fuerza de trabajo la podemos medir de la misma manera, según los bienes necesarios (bienes salarios) que necesita consumir el trabajador para mantenerse en la posición en la que se encuentra; él y su familia.
     Esta reproducción de la mercancía, debemos recordar, que sólo se logra a partir del trabajo del  hombre (o mujer): las cosas no se pueden hacer solas, se necesita a una persona que haga la transformación de los insumos para que estos se conviertan en las mercancías que finalmente se venden en el mercado. Este proceso es completamente obra de los trabajadores. Así, y tal como dice el obispo Goic, "la riqueza la creamos todos".
     Cito al obispo Goic, porque fue la primera persona en nuestro país que, en el  año 2007 y a partir de una revuelta de los trabajadores de la mina El  Teniente, plantea la idea de fijar un Salario Ético.
     Habla, tal como dice el nombre, de un salario Ético no Mínimo justamente, un salario con el cual un trabajador y su familia puedan vivir de familia digna. Esta idea, como comentaba en  un  principio, no se aleja mucho de la antigua teoría marxista.
     Hablamos de un salario que pague el empleador, dueño del capital, por el valor de la fuerza del trabajador: que pague por lo que vale el trabajador, lo que vale que una persona haga ese trabajo en un tiempo determinado. Hablamos de lo que vale mantener a ese trabajador haciendo su pega, tomando en cuenta sus necesidades, y los recursos que necesita para satisfacerlas y poder seguir produciendo como lo ha hecho hasta el  momento (que es lo que le interesa al empleador). Que pague “lo que corresponde”.
     Ahora, vemos cómo se ha distorsionado esta primera idea, y hemos llegado a la aprobación de una Ley de Ingreso Ético Familiar, donde el Estado entrega un bono a cada familia de extrema pobreza según cantidad de miembros en el hogar y según “deberes” y "logros" (“cumplimiento de metas”), tal como dice nuestro presidente en la presentación del proyecto de ley.
      Así nada más, saltan a la vista varias críticas: la primera, es que,  explícitamente se anuncia que esta medida busca “mejorar el índice de pobreza” ¿queremos mejorar índices o queremos que la gente tenga una vida digna? ¿Cuál es el efecto real de dejar a estas personas justo por encima de la línea de la pobreza?
    Una segunda crítica potente es que parte de este ingreso se entrega condicionalmente al cumplimiento de “deberes” y de “logros”, dentro de los cuales se incluye por ejemplo el ranking de los niños en el colegio. Aquí se puede cuestionar el tipo de incentivos colocados y hacia qué apuntan. ¿Quién recibe ese dinero? ¿por qué si el logro de estudio es del hijo? Entre otras cosas. Este tema puede ser abordado más extensamente en otra oportunidad.
      Por otro lado, encontramos que habla de un Ingreso Familiar. Esto puede ser evaluado positivamente, dado que se comprende que un trabajador que debe sostener a más personas enfrenta mayores necesidades y por tanto, para encontrarse en términos de bienestar, igual a otro trabajador con menos “cargas”, debe recibir un monto mayor de dinero.
     Pero la mayor crítica a esta nueva ley, es que entrega aún más libertad al mercado: no deja que los empresarios se hagan cargo de los reales costos de la producción, que paguen el salario que realmente corresponde a lo que debe recibir el asalariado por su trabajo.
     La Ley habla de “trasferencias que complementan el salario”, pero en realidad no debería ser necesario, ya que si una persona trabaja, como fruto de eso debiese recibir una cantidad que le sea suficiente al menos para cubrir sus necesidades básicas y poder presentarse sin problemas y en iguales condiciones cada siguiente día a trabajar. En este sentido, si sube el precio de los alimentos, el salario del trabajador debiese aumentar en la misma proporción, para al menos mantener el salario en términos reales… además acordémonos que los alimentos corresponden a la necesidad básica de sobrevivencia.
     Esto va ligado directamente con uno de los anuncios del último discurso de 21 de mayo (hace sólo algunos días) en que se presenta un  proyecto para entregar un Bono de alimentación de $40.000 a cada familia vulnerable. Aquí entonces nos encontramos con un (otro) problema ¿Cómo es posible permitir que el Estado entregue un bono por alimentación basado en el aumento de los precios de estos productos?
    Vale preguntarse en  qué estamos que no se ajusta el  IPC, y con eso los sueldos para poder afrontar estos mayores costos. Si sube el precio de los alimentos, que es la primera necesidad de supervivencia del ser humano,  entonces es de esperarse que los sueldo se ajusten  a este nivel. Pero ¿es que queremos proteger tanto  a las empresas que ni  siquiera las obligamos a ajustar los sueldo a su valor real?
     Recuperando el punto anterior, volvemos a que, si la gente trabaja, es para obtener el sustento para sus vidas, por lo que quien contrate a estos trabajadores, debe estar dispuesto a pagar lo que esto significa. Así, como el mismísimo Obispo Goic dijo en de mayo de este año: “yo quisiera una economía que humanice al ser humano (...) y que sea capaz de dar sueldos que, ojalá el día de mañana, no tengamos necesidad de subsidios”.

Bernardita Saona
Estudios Nueva Economía

*Publicado en Sentidos Comunes